Centro de Estudios Locales de Andorra
El calvario de Alloza (Teruel) está situado en un pequeño monte junto al pueblo, en un recinto bien delimitado, con calles en las que surgen capillas y cipreses. No está dispuesto al azar, sus promotores lo diseñaron con la finalidad decidida de crear un centro de devoción importante, y en la actualidad es el único de la zona que mantiene intacta una primitiva estructura que reproducía el espacio real de Tierra Santa.
Es indudable la importancia botánica y paisajística de su grupo de cipreses, así como el valor artístico de la ermita del Santo Sepulcro, con interesantes azulejos, una colección de pinturas flamencas sobre cobre y murales en la bóveda.
La antigüedad que se atribuye a algunos cipreses y el propio diseño respaldan la hipótesis de que fue fundado en la segunda mitad del siglo XVI, al igual que los de Calanda o Alcorisa.
El rasgo distintivo de los calvarios turolenses es un camino en zigzag o lazadas en la ladera de un pequeño monte, con las estaciones en peirones o columnas. Cierta corriente de pensamiento propugnó que debía reproducir con exactitud el escenario de Jerusalén. El calvario de Alloza conserva esta estructura mimética.
El primer trecho asciende suavemente desde la estación I hasta la V en línea recta y aquí gira a la derecha y va trazando lazadas en las que aparecen el resto de capillas. Su creador siguió las instrucciones sobre el número de calles (nueve), la distancia entre estaciones y la orientación, que obliga a subir por la derecha o dirección este y bajar por la izquierda, dando una vuelta en sentido contrario a las agujas del reloj (como hacían en general las procesiones).
A lo largo del tiempo el calvario ha sufrido algunas transformaciones. Por ejemplo, la portada de acceso al recinto ha sido reformada en varias ocasiones: en el siglo XIX había una puerta de madera, decorada con los símbolos de la pasión (gallo, látigo, corona de espinas, clavos, etc.) como en Calanda y Castelserás. A principios del siglo XX la sustituyó un arco de medio punto (una baldosa cerámica anunciaba: “Entrada al Calvario”), que se reconstruyó hacia 1962 con ladrillo visto de color rojo y se rehizo otra vez en 2015 con ladrillo artesanal.
En el tramo de bajada se encuentra la Vía Matris Dolorosae o vía de los Dolores, siete peirones que señalan los episodios principales de la vida dolorosa de la Virgen por medio de una imagen con tantas espadas en el corazón como representa el número del dolor, y la letrilla correspondiente. Estas columnas también se modificaron al menos en tres momentos. Las primitivas, que eran de hierro, estaban estropeadas a mediados del siglo XIX y se construyeron unos peirones de ladrillo remozados de yeso y pintados de blanco, con tejadillo y hornacina. Los actuales pilares datan de alrededor de 1962, cuando se levantaron con ladrillo rojo y variaron ligeramente su colocación; por entonces la vía fue empedrada.
En los años 1950 la canalización de agua potable permitió instalar una fuente y dos estanques con surtidores que se han convertido en áreas recreativas, comunicadas por pequeños caminos, con bancos y nueva vegetación. La fuente se remató con el repetido ladrillo rojo visto y azulejos de Manises, que tienen inscrita la fecha de inauguración (1954) y una coplilla. En 1955 se terminó también el surtidor dedicado a las Llagas del Señor, en una pequeña explanada frente al ciprés madre, que aprovechaba el agua de los anteriores; este estanque fue reformado en los años 90 por la cofradía de la Exaltación de la Santa Cruz.
Las capillas del vía crucis I a XI, XIII y XV responden a un mismo trazado, con planta cuadrada de entre 10 y 16 m2 de superficie. Su fábrica es de mampostería con sillares en las esquinas, la cubierta de teja a cuatro aguas (en el siglo XIX con una cruz y una veleta de hierro como remate) y la puerta de acceso de madera con arco de medio punto, mayoritariamente de ladrillo.
Parece ser que tanto la ermita como las capillas del calvario pudieron estar terminadas en las primeras décadas del siglo XVIII.
En los años 1980 mostraban un pésimo estado de conservación y se arreglaron las cúpulas, se pusieron tejas, se repararon los muros y puertas, se colocó pavimento de baldosa rústica y se pintó en el interior.
Cada capilla ha estado tradicionalmente a cargo de una familia que velaba por el edificio y vestía e iluminaba el altar según la época litúrgica. Dos descripciones del siglo XIX aludían a esta costumbre que todavía se conserva, aunque tras sucesivas herencias el vínculo original se desconoce.
El calvario disfruta de más de cien ejemplares (Cupressus sempervirens L.), de distintas edades, dimensiones y portes. En el ámbito botánico es difícil hallar cipreses tan longevos (uno de ellos, el “ciprés madre”, en el primer tramo, podría llegar a los 500 años de edad), más aún en alineaciones, como en este caso, que se han conservado a pesar de las sequías y de las tormentas eléctricas (atraen los rayos y está documentada la destrucción de árboles en varias épocas).
La corpulencia de los cipreses es fruto de la perseverancia. Cofrades de la Luminaria de las Hachas se ocuparon de su cultivo hasta el último tercio del siglo XIX. Esta cofradía estaba integrada por el Gremio de Mineros y era administrada por los jóvenes solteros, encargados de iluminar la misa conventual los días festivos y de acompañar con hachas (grandes velas) las procesiones en las principales festividades. En 1884 la Luminaria de las Hachas fue absorbida por la Luminaria del Santísimo (a cargo del Gremio de Colmeneros), incluida la tarea de regar los cipreses, a cambio de la cual los jóvenes recibían una pequeña gratificación.
En los libros parroquiales se menciona la obra por primera vez en 1687, y entre ese año y 1706 hay varias alusiones más. La obra se realizó “a vecinal”, promovida por el concejo.
La imagen del Cristo se trasladó en procesión desde la iglesia en plena guerra de Sucesión. En 1712 ya estaba consagrada, se empezaban a celebrar misas y se le regalaban ropas y ornamentos. En 1722 la vivienda del ermitaño estaría construida y habitada.
Es un edificio rectangular de unos dieciséis metros de largo por ocho de ancho, situado en la cima del monte calvario. Tiene una sola nave dividida en tres tramos: los dos primeros, reforzados por tres arcos de medio punto y el último, cubierto con una cúpula que apoya sobre pechinas.
Los materiales son los habituales en las construcciones de la zona en esa época: ladrillo, yeso, cal, madera, piedra y teja. Así, los muros están fabricados con mampostería de piedra pequeña, y solo las esquinas y los refuerzos interiores de columnas para apoyo de los arcos son de piedra de sillería labrada. Un alero de ladrillo manual rodea todo el edificio. La cúpula y la bóveda son de yeso, y la cubierta, de teja árabe; salvo en la cúpula, que está revestida de azulejos.
La fachada del atrio, que era de ladrillo artesanal, sufrió una importante transformación en los años 1960, cuando se remozó con ladrillo rojo visto. En la década siguiente, la cubierta, la bóveda y los muros, así como la vivienda, fueron restaurados. En la década de 2000 se actuó de nuevo en la cúpula, afectada con filtraciones, y se acondicionó mejor la casa del ermitaño.
El baldaquino barroco fue destruido en julio de 1936. La urna y la imagen de Cristo Yacente actuales fueron donadas por José Collados Navarro en 1942 y el dosel de escayola que trata de reproducir el original fue obra del albañil Federico Gracia, que lo fabricó gratuitamente poco después. Posteriormente se compraron molduras y adornos, cuatro ángeles y la imagen del Cristo Resucitado.
Los elementos artísticos más valiosos de la ermita son una colección de cuadros sobre cobre y las cerámicas que revisten los muros y el suelo.
Los azulejos del arrimadero o zócalo, de aproximadamente un metro de altura no forman una combinación homogénea ni acorde con los del suelo. La colocación es irregular y a veces desconcertante, pues en origen no debieron de estar tal como las apreciamos ahora. Por un lado hay un grupo de piezas de un solo color (azul, naranja y blanco) y por otro, baldosas decoradas con variedad de vasijas, flores y otros detalles. Las primeras dibujan unos paños bastante sofisticados, que consiguen crear la ilusión de prismas tricolores, aunque hay otros paños también geométricos, más toscos, de dos colores, que no parecen puestos por la misma mano.
En cuanto a los azulejos decorados, son muy llamativos y dispares (no se encuentran dos iguales), pero predominan los adornados con un jarrón de forma acorazonada y asas acabadas en volutas y motivos florales; en algunos tramos se ven rematados por piezas rectangulares, pintadas en los mismos colores azul y amarillo anaranjado. Muchas vasijas se terminan con claveles, flores relacionadas con las lágrimas de María ante la cruz.
El pavimento que sustituyó al reutilizado en los muros está formado por baldosas cuadradas de barro cocido y decorado con motivos vegetales y geométricos, dominando los colores blanco, azul, verde y ocre. Proceden de los talleres de Muel y constituyen un buen ejemplo de los modelos de alegres temas rococós que se fabricaron en las últimas décadas del siglo XVIII. El motivo pictórico “repite una flor con su tallo dispuesta en diagonal que en su diseño completo se repite dentro de una retícula formada por otras flores radiales y rombos” y en una “cartela rodeada de rocallas y tornapuntas” se lee la inscripción: “Este pavimento se hizo en el año 1788 a devoción de los fieles y costaron 701 sueldos jaqueses”; en la parte superior se representa el símbolo de Alloza, una cuchara, sobre fondo azul. En 2008 se cambiaron las baldosas más gastadas por unas reproducciones.
Hay asimismo dos pilas de agua bendita, situadas a derecha e izquierda de la puerta, en la esquina que forma la columna del segundo arco. Cada una consta de dos piezas, la que contiene el agua solo tiene revestimiento cerámico por dentro y la que lo cierra está decorada en azul y blanco. La producción en este color en Teruel predominó desde comienzos del siglo XV hasta principios del XVII.
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Jesús camino del Calvario, óleo sobre cobre de Guillermo Forchondt el Joven (ermita del Santo Sepulcro, Alloza, Teruel) |
En los muros laterales del primer tramo de la nave, se encuentran doce pinturas al óleo sobre plancha de cobre que representan escenas de la vida de Jesús. Sus medidas (70 x 86 cm sin marco, aprox.) encajan perfectamente en los muros, por lo que parecen expresamente adquiridas para revestirlos.
Los óleos están datados en el tercer cuarto del siglo XVII y son obra del pintor flamenco Guillermo Forchondt el Joven. Tres de ellos (la Huida a Egipto, Jesús camino del Calvario y la Crucifixión) formaron parte de la exposición Aragón y Flandes, un encuentro artístico (siglos XV-XVIII), que tuvo lugar en Zaragoza entre mayo y julio de 2015. Según el catálogo de la muestra, esta es una de las series de cobres más extensa y completa de las conservadas en Aragón, pero hasta la fecha no se ha localizado ningún testimonio documental sobre cómo y cuándo llegaron a Alloza.
La técnica empleada es la pintura al óleo sobre plancha de cobre, que aportaba a las composiciones un colorido brillante y vivo, con tonalidades de fuertes azules y verdes, al más puro estilo flamenco. Estas producciones se hacían con láminas y eran a menudo copias de cuadros conocidos. Pascual Clemente afirmó en 1925 sobre estos óleos: “Son copia única de una colección de tablas existentes en el palacio real de Alemania”. En 2001 las pinturas fueron restauradas en la Escuela de Restauración de Madrid.
La cúpula de la ermita, los arcos, toda la cornisa y las columnas están decorados con pinturas murales. Las más bellas son las de la cúpula y representan a san Jerónimo, san Ambrosio, san Gregorio, san Agustín (los cuatro padres de la Iglesia católica), san Buenaventura y santo Tomás (doctores de la Iglesia). En el resto de murales vemos varios bustos de guerreros, cabezas de ángeles y muchos motivos vegetales y geométricos.
Aunque sobre ellas tampoco hay pruebas documentales, se piensa que datan de finales del siglo XVII o primera década del XVIII. Lo más llamativo de las pinturas de la ermita de Alloza son los bustos de guerreros, los cañones, tambores, atabales, alabardas y otros objetos bélicos que sugieren el tiempo de guerras del siglo XVII o los conflictos relacionados con la guerra de Sucesión a principios del XVIII.
En Aragón se han inventariado unas 990 ermitas que fueron atendidas por ermitaños.
Josef Aranda, sepultado en la ermita del Santo Sepulcro, fue el primer ermitaño del calvario de Alloza (ya lo era en 1722, cuando firmó como tal un documento), el único enterrado allí. Solicitó permiso para su sepultura al obispo de Zaragoza, un trámite necesario para eludir la norma general que prohibía el entierro en estas pequeñas iglesias, lo que sugiere que no era ese hombre de escasos recursos con que asociamos la figura típica. Falleció el 27 de mayo de 1738, a los 70 años.
Los ermitaños habitaron día y noche la vivienda contigua al templo, con entrada por el atrio y comunicada con el interior a través de la sacristía. Eran nombrados por el ayuntamiento y pedían limosna por el pueblo en las épocas de recogida de cosechas mientras hacían sonar un campano por las calles y decían “el ermitaño del calvario”. Sus tareas debieron de conservarse con pocas variaciones hasta mediado el siglo XX, de modo que la memoria todavía permite reconstruir algunas de ellas. Nunca dejaban solo el Santo Sepulcro, vestían la talla de Cristo con los ropajes propios de cada tiempo litúrgico, limpiaban el templo y vigilaban que los devotos cumplieran el antiguo ritual que se oculta tras el diseño del calvario de subir por las calles o camino del vía crucis y bajar por la vía de los Dolores; incumplir esta norma se multaba con una vela.
La campana sonaba con el mismo toque a las seis de la mañana y a la una y a las ocho de la tarde, para orientar a los caminantes o anunciar la hora de comer; y los viernes a las tres de la tarde invitaba a recordar y meditar la pasión. Este último toque puede estar relacionado con un testamento de 1792 en el que se donó un olivar para que el ermitaño tocara todos los días a las tres un toque de treinta y tres campanadas “para que exista la memoria de las agonías de la muerte de nuestro señor Jesús”. En la festividad de Todos los Santos igualmente sonaban las campanas, a las doce de la noche, a la vez que las de la iglesia parroquial.
En Jueves Santo el ermitaño obsequiaba a los hombres con un porrón de vino a la salida de misa para corresponder a las aportaciones que recibía de aceite, vino, lana, trigo o cebada. Por otro lado, en el cepillo se recaudaba dinero en metálico, un caudal controlado por la parroquia, según las cuentas de los siglos XIX y XX. En los años 1950 el párroco y el visitador eclesiástico asignaron una parte de esos ingresos para la manutención del ermitaño y a partir de 1963 se pagó con esas limosnas su afiliación al montepío de previsión social “Divina Pastora”.
El Santo Sepulcro disponía de luz eléctrica desde 1926, pero las condiciones de la vivienda cambiaron sustancialmente con la conducción de agua corriente a finales de los años 1950. Hasta entonces, los ermitaños con ayuda de la burra, o los niños, subían agua desde la fuente Gañán o desde los manantiales de Valdeberna; en el patio de la casa, que siempre estaba abierto, dejaban un botijo o una tinaja para el público. Había un corral y una gran higuera, desaparecidos hacia 1978 tras el arreglo de la casa y de la explanada donde ahora se celebra misa y comidas populares. Varios ermitaños grabaron sus nombres y fechas de ingreso en las piedras sillares que hacen esquina entre la fachada y la pared sur.
Lozano López, Juan Carlos, "Una serie de cobres flamencos en la ermita del Santo Sepulcro de Alloza (Teruel)", Revista de Andorra, n.º 15, Centro de Estudios Locales de Andorra, 2015, pp. 50-59.
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