Centro de Estudios Locales de Andorra
(Reproducción íntegra del artículo firmado por Josefina Lerma con fotos de JAP publicado en el BCI n.º 30 citado en la bibliografía)
Nuestro segundo recorrido por las ermitas de la comarca nos lleva a Ejulve. Siglos atrás se describían en este pueblo una iglesia de paredes fortísimas, un hospital (hoy Centro de Interpretación), varias cofradías, reliquias y procesiones, y una fiesta del Reinado. Situado a 1113 metros de altitud, durante los meses más heladores los fallecidos tenían que ser enterrados en un semicubierto junto a la iglesia. Sus ermitas formaban parte de este mismo universo, de un mundo que hoy nos parece casi inverosímil. No podemos olvidar que la religiosidad y el miedo a las penas del infierno eran constantes entre las gentes de la época medieval y las tierras europeas en general se llenaron de templos en los más insospechados lugares. En Ejulve se construyeron cinco ermitas. Las dos más antiguas, con raíces medievales, son las de San Pedro Apóstol y Santa Catalina, Virgen y Mártir. A finales del siglo XV se cita una tercera: Santa Ana, y en el XVII, otras dos: Santo Sepulcro y San Pascual Baylón.
Cada época tuvo sus santos favoritos, algunos caían en desuso y los edificios eran abandonados. Aquí se perdieron los de Santa Catalina y Santo Sepulcro. La ermita de Santa Catalina estaba cerca del cementerio, casi en la cima del promontorio, en un punto que ahora queda debajo de unas antenas. Solo unas cuantas piedras asoman entre la vegetación, aunque a principios del XVIII albergaba casullas, lámparas, un cáliz y, en definitiva, lo necesario para celebrar misa. Según una visita pastoral, hacia 1780 una racha de sequías y pedriscos empobreció tanto la zona que escasearon las limosnas y la ermita quedó casi ruinosa.
La del Santo Sepulcro, prácticamente olvidada, debió de construirse como estación del calvario. En 1785 estaba “bien reparada” y contaba con un cáliz, una custodia y diversas ropas y juegos de corporales. Al final del vía crucis se aprecian unos restos de muretes que podrían haber pertenecido a aquella capilla.
Vamos a ocuparnos, por tanto, de las tres ermitas que se mantienen. Hay que observarlas con atención. Además de mostrar lazos con la historia del municipio, son un eco de la evolución de los distintos estilos artísticos desde finales de la Edad Media hasta el siglo XVIII. Encontramos un edificio medieval, otro de base medieval reformado y ampliado, y otro barroco de pies a cabeza. Este último, la ermita de San Pascual Baylón, es una pequeña joya arquitectónica
La ermita de San Pedro se encuentra al final de un bonito paseo, de magníficas vistas, que sale de la iglesia. El barrio de San Pedro estuvo al parecer presidido por un castillo con su torre almenada (hoy campanario), una fortificación de la que probablemente formaba parte esta ermita. La torre fue construida en los siglos XIV o XV, cuando Ejulve pertenecía a la orden militar de Calatrava, y es posible que levantar la ermita fuera asimismo iniciativa de estos caballeros que combinaban la vida religiosa y la militar. La última restauración ha sacado a la luz trazas de la puerta que comunicaría la pequeña iglesia con el castillo; por otro lado, el tejado de una sola vertiente también parece indicar que pudo estar adosada a otras dependencias de la fortaleza.
Otra posibilidad es que su fundación esté relacionada con una congregación de jóvenes que existía al menos desde 1348, encargada de honrar a san Pedro apóstol y organizar la misa y la procesión el día de su fiesta (29 de junio), pues las cofradías generaban en ocasiones lugares de culto propios. Por otro lado, se sabe que entre 1576 y 1584 el arzobispo Pedro Cerbuna dio licencia e instó al concejo a que finalizasen unas obras de reconstrucción.
El edificio es típicamente medieval, de una sola nave de planta rectangular dividida en tres tramos, con cabecera plana y techumbre de madera sobre dos arcos diafragma apuntados. La fábrica de mampostería es austera, abierta en la entrada con un arco de medio punto, bajo otro arco rebajado, quizá huella de un antiguo atrio. El interior conserva el solado original y un banco de piedra a lo largo del muro del lado del evangelio, pegado a la montaña, que aporta solidez. A principios del siglo XIX tenía entre sus ornamentos un cáliz de metal y una copa de plata dorada. La ermita ha sido restaurada recientemente por iniciativa y colaboración vecinal. Una antigua imagen del santo preside el altar, y la desnudez de los materiales realza la armonía de su arquitectura.
Tradicionalmente se acudía en romería el día de San Pedro -costumbre que se mantiene- y se hacían rogativas en tiempos de calamidades. Esta advocación es muy antigua, en la mayor parte de localidades del país la elección de alguno de los apóstoles como protector fue anterior al siglo XVI (en Montoro de Mezquita, aledaño a Ejulve, hay una ermita de San Pedro cuya construcción se remonta al siglo XII).
Desde Santa Ana, situada en la cima de una colina, se disfruta de una espléndida panorámica de Ejulve, de sus estrechas callejuelas y casas aferradas a la ladera. Pertenece a ese tipo de ermitas que surgen en medio de parajes de excelencia paisajística, en lugares que invitan a la contemplación y al deleite sensorial. El camino parte de los lavaderos, atraviesa el cauce del río Guadalopillo y, tras abandonar por la izquierda esta vía principal, asciende en línea recta hasta lo alto de la loma de Santa Ana. Este era el trayecto de romeros y devotos, aunque en la actualidad se puede acceder en coche por una pista que se encuentra a poco de salir del pueblo por la carretera hacia Villarluengo.
Cerca de la ermita hay un manantial que surte de agua a los vecinos. Como vimos en la de San Miguel en Alacón, es frecuente encontrar templos próximos a cursos de agua o manantiales. A diferencia de aquella, no conocemos precedentes históricos, pero tienen en común que también aquí está dedicada a la patrona. La elección de santo patrono era un acto fundamental para los pueblos. Los patronazgos se desarrollaron sobre todo en los siglos XVI y XVII, cuando se convirtieron en una solución ideal para cumplir algunos mandatos del concilio de Trento y dotar a las comunidades de identidad propia. Los fieles, por su parte, veían en los santos patronos la solución de sus problemas básicos (la salud y la subsistencia), como comprobamos aquí en la forma de referirse a “Nuestra Protectora Santa Ana”. A mediados del siglo XIX los vecinos iban “con mucha confianza de su patrocinio, especialmente en las calamidades públicas”.
Sus piedras más antiguas datan del siglo XV, época en la que el culto a santa Ana se extendía y popularizaba por Occidente. En Ejulve, algunos testamentos incluyen por entonces donaciones para su ermita. La primitiva construcción consistía en dos muros laterales, dos arcos apuntados y techumbre a dos aguas. Pero en el siglo XVII, una época de esplendor del fenómeno de las ermitas y de las romerías, a la de Santa Ana se sumaron varias dependencias. Hacia 1680, fecha grabada en la espadaña, se amplió un tramo por la entrada, a modo de atrio cubierto, y se añadieron dos crujías de mayor altura, mediante un arco y un muro, en la parte trasera; en el primero de estos tramos se construyó una bóveda rebajada y el altar, y en el tramo final se puso la sacristía y una vivienda para el ermitaño. El templo quedó con dos accesos, el principal y una puerta lateral, mientras la vivienda disponía de entrada independiente.
En Santa Ana hubo ermitaños hasta bien entrado el siglo XX. Una de sus tareas era custodiar ornamentos, como un cáliz con copa de plata, un par de vinajeras de cristal, una campanilla, tres casullas, tres albas con amitos, dos cubrecálices, seis tablas de manteles, dos misales, un cuaderno de santos de España…, una lista que hace real y cercano el esfuerzo de la gente que la amparaba con sus limosnas.
El concejo de la villa mantenía y reparaba el edificio. En diferentes épocas, los informes apuntan a que estaba bien conservada, sin embargo, el paso del tiempo, los avatares históricos y los cambios sociales provocaron su deterioro progresivo, como en tantos otros lugares. En la década de 1980 el párroco puso en marcha reformas, se organizaron campamentos de trabajo para jóvenes y, entre otras labores, se colocó en la entrada un arco de piedra, al parecer traído desde Alcorisa (todavía conserva la numeración de las dovelas). Hacia 1990 se abordó una cuidadosa restauración, financiada por un convenio DGA-ayuntamiento. Se repararon las grietas y deformaciones estructurales que sufrían algunos arcos y muros, y más adelante se limpió la fachada, se reconstruyó el banco perimetral de piedra, se colocó solado y puertas de madera, etc.
Recientemente, el vano de la puerta lateral se ha cerrado con una pared de bloques traslúcidos, un material que rompe la homogeneidad de estilo arquitectónico. Por otro lado, aporta luminosidad al interior, que resplandece pintado en colores blanco y ocre, y exhibe las piedras sillares de los arcos fajones, la techumbre de madera y la pequeña bóveda del altar, en el que se encuentra la imagen de la santa sobre un pedestal.
Por tradición los vecinos de Ejulve subían en procesión y cantaban “los gozos” el día de la fiesta de la santa (26 de julio), así como a comer la “rosca” el Lunes de Pascua. En la actualidad se mantiene una romería en honor de la natividad de la Virgen, el 8 de septiembre.
En ocasiones, la iniciativa de construir una ermita partía de un particular. Este fue el caso de la de San Pascual Baylón, financiada por el vicario natural de Ejulve Antonio Campos Muñoz. La ermita se encuentra en el centro del casco urbano y fue edificada entre finales del XVII y primeros años del XVIII. Además, el “maestro” Campos –como se le conocía - fundó en ella una capellanía bajo la invocación de “Jesús, María y José y de San Pascual Baylón” y la dotó de numerosas fincas rústicas y censos para remunerar al capellán y mantener el edificio. El capellán debía celebrar 104 misas al año en sufragio por el alma del fundador y confesar enfermos.
La dotación de capellanías era a veces una forma de conservar el patrimonio familiar, pues el derecho de sucesión quedaba a menudo limitado a descendientes del fallecido, como de hecho ocurrió aquí. La riqueza asociada a esta fundación (su renta casi igualaba a la de todo el capítulo eclesiástico) dio pie a pleitos e intrigas en los siglos posteriores (cuyos entresijos han sido estudiados por el historiador J. M. Calvo).
Normalmente, la arquitectura de las ermitas es modesta, vinculada a las tradiciones constructivas de cada zona, reflejando el llamado “arte sin edad”. La de San Pascual, en cambio, responde en pequeña escala al prototipo arquitectónico del barroco. De acuerdo a ese modelo, tiene una nave central cubierta con bóveda de medio cañón con lunetos. La bóveda apoya sobre arcos fajones que dividen la planta en cuatro tramos, y sobre arcos formeros que aprovechan los huecos entre contrafuertes para capillas. El primer tramo es el más pequeño y corresponde al altar; en su lateral derecho está la sacristía. El segundo, el de mayor longitud, se cubre con una cúpula sobre pechinas rematada por una linterna. En el cuarto hay un coro, con barandilla de madera, desde el que se accede a dos miradores, situados sobre las capillas laterales del tercer tramo. La cúpula, arcos, pilastras y capiteles están decorados con pinturas y estucos, relieves de yeso que representan a los evangelistas (en las pechinas), motivos de heráldica local y símbolos marianos y bíblicos.
La fábrica exterior es de mampostería, con esquinas de cantería. El edificio está exento en tres de sus lados, circundado por un zócalo y rematado por una cornisa de ladrillo. La sobriedad se rompe con la puerta de entrada, un cuadrado de casi dos metros de lado, rematado por un arco de medio punto que apoya sobre las jambas mediante un sencillo capitel. El hueco está flanqueado por dos columnas corintias de fustes canalados adosadas a la pared, cuyos capiteles soportan un entablamento corrido, rematado por un frontón curvo, que tiene en el centro una hornacina rectangular decorada lateralmente con hojas de acanto talladas en relieve y tres bolas apoyadas en pináculos rectangulares. En el pináculo más elevado hay una custodia tallada en la piedra. En el umbral, grabada en una piedra, se lee la fecha 18 de junio de 1688, que en general se interpreta como el momento de inicio de la construcción.
La ermita tuvo dos altares, uno dedicado a san Pascual y otro al Buen Pastor, san José y la Virgen del Carmen. En la sacristía había cajones para los ornamentos y jocalías (cáliz de plata dorada, casullas, albas con amitos, cíngulos de seda, corporales, campana de metal…). En el museo de Teruel se conserva una custodia que, al parecer, formó parte del ajuar.
En parte por los motivos aludidos al principio, San Pascual sufrió cierto desamparo. En la segunda mitad del siglo XX, las fincas se vendieron y poco después se sanearon los cimientos, dañados por la humedad, y las cubiertas. Los arquitectos autores del proyecto de reforma –financiada con ayudas públicas en los 90- afirmaron que este es un bello ejemplo de barroco bajoaragonés que, salvando las diferencias dimensionales, guarda parentesco con las iglesias de Santiago de Zaragoza y de Escolapios de Alcañiz. Lamentablemente, los estucos y decoraciones requieren una urgente restauración, y en este momento el templo carece de pavimento y el interior, en general, está en malas condiciones.
Eso no impide que sus devotos continúen rezando la novena previa al 17 de mayo, día de San Pascual. Este santo aragonés (Torremocha, Zaragoza, 1540), canonizado en 1690 y protector de la Eucaristía, también es patrón de Ejulve. El día de su fiesta se bendecían los campos y se celebraban misa y festejos en su honor. Al día siguiente se acudía en romería al monasterio del Olivar y se cantaban “los ramos”. Por otro lado, durante los años posteriores a la guerra civil, mientras se arreglaban los destrozos que había sufrido la iglesia, esta ermita cumplió la función de parroquia y muchos ejulvinos fueron bautizados o contrajeron matrimonio en ella, lo que aumentó, si cabe, la devoción de los vecinos.
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